Autor: L. A. José Luis Hernández Tlapala
No cabe duda que los fenómenos astronómicos siempre han tenido cierta influencia en nuestra cosmogonía. No solamente porque nuestros mitos siempre han buscado explicarlos, sino porque de muchos de ellos inferimos consecuencias sobre nuestras vidas, nuestras actitudes y personalidades.
Eso sucede, en muchos sentidos, con los equinoccios, el momento en que se presenta un cambio de estación, la primavera o el otoño. En México, y en gran parte de América, es particularmente reconocido el equinoccio de primavera, pues desde hace tiempo se generalizó la costumbre de ir a “cargarse de energía” a los antiguos centros ceremoniales durante este acontecimiento natural, que sucede en el mes de marzo.
Cada año, en este mes, nos preparamos para recibir a la primavera. El día en que al irse poniendo el sol, sus rayos proyectan sobre la cara norte del Templo de Kukulkán, en Chichén Itzá, en el estado de Yucatán, un juego de luces y sombras en uno de sus costados.
Según la tradición, se trata del Dios Kukulkán, que con forma de serpiente emplumada desciende desde el cielo hasta la tierra por los 91 peldaños que conforman las escalinatas de esa pirámide. Kukulkán fue el nombre dado por los mayas al Quetzalcóatl del altiplano americano.
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