He recibido a cientos de pacientes en la sala de espera;
hasta que estuve del otro lado, como paciente los comprendí.
Ahí, en esa espera, los desiguales, nos volvemos iguales.
Alma Lilia Plascencia Curiel
La sala de espera está llena. Aunque los rostros tienen apariencia entre seriedad y tristeza, nadie llora. No encuentro lugar. Aquí estamos los combatientes quienes enfrentamos la misma enfermedad. Algunos presentan ya los estragos. Con instinto de guerreros nos alistamos en primera fila para combatir al enemigo invisible. Afirman los médicos especialistas, brindarnos las armas químicas y tecnológicas, como herramientas para ayudarnos a exterminar ese mal. La enfermedad está allí, tratando de devorarnos, a veces muy rápido, otras va lento. Estamos aquí, los elegidos, con la firme esperanza de salir victoriosos de esta guerra interna, la cual ninguno elegimos. Cada uno tiene su propia historia y su interna batalla. Para algunos los químicos funcionan. Para otros, la mejor opción es mutilar, radiar o sacar de nuestros cuerpos el mal. Hay hombres, mujeres y niños, no importa el sexo, ni edad. Algunos transitan con cuerpos deformes, otros sin pelo, hinchados, con tez amarillenta y casi siempre delgados. Recuerdo como duelen los huesos y cuesta trabajo al caminar, y por algún mecanismo de ahorro de energía, nuestro cuerpo o cerebro, no sé, se inhibe el deseo sexual; secuelas que dejan las sustancias que nos meten por la vena-bombas internas que queman y van dirigidas con toda intención de dar justo en el blanco para exterminar a nuestro rival. La vista, olores, colores y sabores se vuelven sensibles; por ese motivo respeto a mis compañeros del mismo dolor, cuando llego a este “campo-sala batalla de espera” para revisión, no uso perfume, un poco para evitar la náusea con sabor podrido que provocan estos olores.
Después de años del tratamiento no tolero el humo de cigarro y ciertos perfumes. Evito comer, aunque sé que es necesario, pescado, huevo y pollo.
Todos aquí somos iguales, no importan los títulos, dinero, ni el nivel social. Estamos en comunión y somos lo mismo, enfermos que elegimos libremente en someternos con fe a la ciencia que nos brinda esperanza. Todos aquí somos sobrevivientes de cáncer.
Y así, con ánimo renovado, voluntad y paciencia, mi ritmo de aliento vital que inspira y expira, como latido de sístole y diástole, les comparto parte de esta experiencia.
Puedes leer más de los testimonios de las secretarias del Instituto Nacional de Cardiología Ignacio Chávez en la nueva edición de Motu Cordis