Autor: Sergio Trevethan Cravioto
Subdirector de Enseñanza
Repica un despertador a las 3:30 de la mañana en algún lugar de Ecatepec, de Xochimilco, de Milpalta, de Chalco, de Ciudad Nezahualcóyotl o de alguna otra zona cercana a la enorme mancha urbana del DF y una joven mujer se levanta para dejar preparado el desayuno a su esposo y sus hijos para cuando éstos se levanten para dirigirse a la escuela o al trabajo. Habrá que caminar unos kilómetros para tomar de una a tres peseras o el Metro, que le acerquen al instituto, pues su hora de entrada es a las 7 a.m.
A su llegada tiene que recibir la entrega del turno de la noche que fue por demás complicado y cansado, pues Don Vicente, el de la estenosis aórtica, tuvo un síncope y una taquicardia ventricular, Doña Amelia hizo un edema agudo del pulmón en espera de su cirugía de la válvula mitral, Don Manuel el de la fibrilación auricular que estaba ingresado por haber hecho una embolia cerebral, ayer tuvo sangrado del tubo digestivo por el anticoagulante y Doña Estela estuvo desvariando toda la noche después de su cirugía de revascularización del miocardio, con un síndrome postbomba y se ha arrancado todos los catéteres que tenía colocados, incluso el de Swan-Gans.
La noche fue por demás larga y complicada. Hay que tomar los signos vitales de todos los enfermos del piso, valorar y clasificar a todos los enfermos con dolor, los pacientes con escaras, los que tienen riesgo de caída, aplicar la escala de Norton, ver como están las líneas venosas, arteriales, el estado de los catéteres y los marcapasos, las sondas naso-gástricas, las cánulas endotraqueales, hacer la cuenta de las excretas y los ingresos parenterales y los orales y además sonreírle a todos los médicos. Todo esto ahora solo con dos compañeras más, pues el benévolo protector y humanista sindicato ha tenido a bien comisionar a las otras cuatro enfermeras a diferentes encargos “laborales” que consisten en ponerse la chamarra roja y dedicarse a pasear todo el día por el instituto.
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