ARTICULO

Por Prescripción Médica

Autor: Dr. Ángel Romero Cárdenas

Entró hecha un mar de lágrimas y cerró la puerta. Con los ojos rojos y emanando agua como un manantial –nunca antes había visto algo así–, su llanto, acompañado de sollozos, era desgarrador. La boca, con una mueca de rencor, rabia, coraje y dolor inconfundible, tenía la comisura labial izquierda borrada por la hinchazón. El cabello negro, largo, alborotado y despeinado. Su cuerpo cubierto con un vestidito color coral, de tela muy delgada y vaporosa  como los que se usan en la tierra caliente, con tirantes, escotado y entallado– dejaba admirar su cuerpo esbelto, bien formado, presumiendo y ostentando sus bien cuidados veintitantos años.

Exprimiendo –o tal vez estrangulando–entre las manos un pañuelo empapado, originalmente blanco y ahora también rojo, Dolores Vidal, entró hecha un mar de lágrimas y cerró la puerta…

– ¿Qué te pasó, qué tienes?, fue mi pregunta inmediata.

– Me pegó mi esposo, nomás porque no estaba lista la comida a la hora que llegó… Me pegó… Me pegó el infeliz… me pegó…

– Y tú te dejaste, ¿verdad?

– Pues qué quiere que haga: soy mujer…¿Qué no ve que soy mujer…?

– Siendo así, dile a tu esposo que lo felicito y que, para la próxima vez, te dé más fuerte, al fin y al cabo, que tú… te dejas…

Con una expresión aún más terrible y dolorida, haciendo honor a su nombre, Dolores Vidal salió del consultorio llorando aún más, sollozando más y dejando un río de agua por donde pasaba… Fue necesario pedir que vinieran a secar el piso… Como ante la intempestiva salida de Dolores, no tuve oportunidad de ampliar mi comentario, me sentí mal por lo rudo, insensible y hasta grosero que le pude haber parecido a Lolita Vidal. Era la hora en que la consulta es tan abundante, que abruma. Con la sala de espera llena de dolientes derechohabientes de la seguridad social (muchos de ellos sindicalizados y dispuestos a exigir atención a la que tienen derecho), no había tiempo para escuchar y reconfortar a quien venía en busca de ayuda, con su dignidad lastimada, herida, maltrecha… rota. Poco o nada había podido decirle y cuando abrí la boca fui cáustico, lacerante, rudo, tal vez cruel… Un verdadero patán… Seguramente me odiaría –más que al marido– por el resto de sus días y no volvería a confiar en mí, tal vez ni siquiera volvería a consulta.

Sigue leyendo más en la página 20 de Motu Cordis.

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