Autor: Dr. Alberto Lifshitz
Presidente de la Academia Mexicana de Médicos Escritores
Hay una discordancia entre la eficacia real de la Medicina y su larga vida. La profesión tiene al menos 2,500 años si contamos desde Hipócrates, y más si se considera desde que un ser humano se preocupó por ayudar a un individuo enfermo; en contraste, los remedios verdaderamente efectivos (al menos con los criterios actuales de efectividad) tienen acaso unos 100 o 150 años. Esta discordancia, acerca de cómo pudo sobrevivir milenios un servicio que carecía de efectividad, se explica por dos mágicos fenómenos: uno es el efecto placebo, la constatación de que aún lo ineficaz cura debido a la expectativa y la sugestión, por mecanismos neurofisiológicos todavía no bien conocidos, y el otro es la tendencia de las enfermedades a curarse solas, escenario que todos hemos experimentado para ciertos padecimientos.
Detrás de ello (o a lo mejor enfrente de ello) y dándole sustento a ambos prodigios, está la relación médico-paciente, o paciente-médico como ahora se le quiere llamar para jerarquizar al paciente y no tanto al médico que ha sido favorecido históricamente en una interacción asimétrica. Se trata de un vínculo basado en la confianza mutua y que ha adquirido diversas modalidades a través de la historia. La que ha dominado es una relación paternalista (también llamada hipocrática), en la que el médico actúa como padre del paciente, como actúa un padre con su hijo, tomando las decisiones en su nombre y por su bien, mientras que el paciente lo hace como obediente procesador de las órdenes del médico. Pero hay otros modelos como uno comercial, contractual, burocrático, convencional, colaborativo y otros, y por ahora se confía en la habilidad de los médicos para elegir el modelo que mejor se adapte a las características de cada paciente. Lo que sí parece suficientemente probado es que una buena relación es un requisito para lograr los desenlaces que se buscan.
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