Autor: Dahyr Alberto Olivas Medina
Residente de tercer año de Cardiología
“Hola, soy Macario, tengo 48 años y siembro frijol en unas tierras que tenemos a una hora a pie de Zacatepec, Oaxaca, donde mi esposa y 4 hijos sostenemos un humilde hogar. Las cosas son difíciles, vivimos al día, pero tengo trabajo, soy agradecido y me siento bendecido de lo que tengo.
Un día noté que me faltaba el aire al arar el campo, sentía el piso moverse y mi vista nublarse al cargar esos pesados sacos con frijol, lo cual solo fue empeorando. Fui con el doctor del pueblo, uno muy joven, con peinado poco serio y aspecto poco sano. Me revisa, me dice que podría estar en peligro de tener un infarto y que mi corazón tiene un soplo. ¿Un soplo? ¿Hay aire en mi corazón? ¿Me voy a infartar? ¿Me voy a morir? Mientras un escalofrío subía por mi espalda, el doctor me entregaba una hoja de referencia al Instituto
Nacional de Cardiología. Sonaba como un lugar importante, imponente, donde podrían aclararme todo, arreglarme.
Mi esposa, angustiada, dijo que podríamos tomar los ahorros del mes para poder pagar el pasaje a la Ciudad de México. Encargamos a nuestros hijos y caminamos hacia los autobuses con una mochila vieja y algunas pertenencias envueltas en una cobija. El autobús tardó 4 horas en llegar a Oaxaca, esperamos 5 para tomar uno nuevo a Ciudad de México y otras 7 en llegar. Agotados pisamos una ciudad, enorme, monstruosa y ruidosa. Un familiar lejano nos hospedó y orientó. Esa noche dormimos en cobijas en su sala, sobre el suelo, apenados y bastante incómodos.
En la madrugada, en un trozo de papel, con instrucciones llevábamos qué línea del metro tomar, cuáles autobuses y hacia dónde caminar para poder llegar. Nos perdimos, era claro que nos veíamos desorientados, foráneos y vulnerables. En los mares de personas sosteníamos con fuerza nuestras pertenencias temiendo que alguien nos pudiera robar o asaltar.
El Instituto Nacional de Cardiología era por mucho el hospital más grande que había visto; fuerte, viejo e imponente, como una montaña. Me pidieron mis papeles, desvestirme, ponerme una bata y pasar a una sala fría, acompañado de otros pacientes con la misma bata color verde limón percudida.
De pronto nos mandaron a hablar, pasamos todos hacia otra sala a espera, parecíamos un ganado siendo llevado de un corral a otro. Los médicos llegan llevando mochilas en sus espaldas como si fueran a un colegio, algunos relajados, platicando, riéndose; otros con caras largas y ojeras, parecía que podrían quedarse dormidos.
Con expediente en mano nos llaman para pasar a un consultorio. El doctor me saluda, mirándome a los ojos y con algo de prisa, me interroga. A pesar de verse joven, podía sentir que sabía lo que hacía, me revisó, tocó mi pecho, me puso encima aquel aparato extraño con el que te oyen por dentro, atenta y minuciosamente, le vi hacer gestos raros mientras escuchaba, me puso nervioso. Terminó viendo aquella hoja naranja con rayas para continuar: “habiéndolo revisado, evaluando su electrocardiograma y placa de tórax, es evidente que su válvula aórtica tiene una estenosis grave, ósea que es muy estrecha, requerirá de un cambio de válvula por una nueva, por medio de una cirugía”. Hubo un largo silencio, siendo honesto, no entendí ni un tercio de las palabras que dijo, ¿acaso dijo cirugía? Volteé a ver la cara de mi mujer, la cual parecía un espejo, pues tenía la misma cara de horror que yo en ese momento. De un momento a otro, teníamos cerca de 10 papeles en mano con diferentes fechas donde me programaban para estudios nuevos y una cita de revisión en 2 semanas, ¿2 semanas?¿Qué voy a hacer? ¿Regresarme? No tenemos dinero para dar otra vuelta así.
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