Autora: L. E. Psicol. y MT Sofía Vega Hernández
La compasión es un recurso indispensable para los seres humanos ante situaciones que nos hacen sufrir. En el contexto hospitalario y de acuerdo con el papel que nos toque desempeñar, ésta se practica y se vive constantemente de diversas maneras. Como tanatóloga de nuestro instituto, me corresponde ayudar a personas con repercusiones emocionales derivadas del proceso de enfermedad o de muerte. En ese contexto, la compasión ha constituido para mí un aprendizaje muy importante, ya que me ha brindado la oportunidad de madurar como persona y como profesional de la salud.
Desde mi propia experiencia, la compasión ante la muerte de un paciente es una oportunidad para entender profundamente las circunstancias particulares de la persona que está muriendo y su familia. No es necesario que el enfermo me exprese miedo o inconformidad con lo que le ha tocado vivir o con la forma en como está muriendo. Al ser mi paciente conozco su historia de vida y sé lo que está dejando atrás, por ejemplo, a su pareja, hijos, escuela, trabajo, etcétera. Muchas de esas personas tienen características que guardan similitud con mi propia vida, lo que me impulsa a comprenderlos con mayor claridad y profundidad.
Esto último me acerca más a los pacientes y a sus familias lo que me permite tener la oportunidad de experimentar la aceptación incondicional, de tal forma que no tomo a título personal sus reacciones o peticiones, sobre todo las de aquellas personas que deciden que no forme parte de su contexto actual al mostrarse pensativos y sin deseos de compartir nada o incluso al rechazar mi asistencia.
Con el tiempo he aprendido que ninguna muerte es igual a otra, aunque tengan características similares. Las personas que me han permitido acompañarlas, me han enseñado qué preguntar. El punto esencial es conocer ¿Qué es lo que necesitan de mí? A lo largo de mi ejercicio profesional he recibido muchas peticiones. En las líneas siguientes comparto brevemente algunas:
M , quien era madre soltera, tenía muchas limitaciones económicas, lo cual dificultaba que su hijo la viera en el hospital. Me pidió que yo me convirtiera en quien la visitara, ya que no quería sentirse sola. Cumplí su petición. Estuve con ella cuando presentó paro cardio-respiratorio y mis compañeros médicos y enfermeros la asistieron. Salí de la sala y esperé noticias de ella como si fuera su familiar, tal y como me lo había solicitado. La paciente me brindó la oportunidad de experimentar lo que implica un acompañamiento genuino. Aunque nuestra preparación profesional está enfocada en afrontar este tipo de situaciones, no podemos eludir nuestra naturaleza humana. Ese día me sentí triste y aunque no lloré me sentí aturdida al verla muerta.
A , era un joven al que tenía un año de conocer. Minutos antes de morir me dijo que no quería hablar. Me pidió que lo abrazara y apoyó su cabeza en mi hombro mientras tocaba mis manos. De pronto interrumpió su silencio y comentó que su familia estaba sufriendo por él. Yo le respondí que sufrían porque lo querían mucho y que yo me percataba de que ese amor era correspondido, ya que él a pesar de su gravedad se preocupaba por ellos. Eso fue todo lo que hablamos. Mientras lo abrazaba experimenté tristeza, angustia e impotencia al no poder ayudarlo con algo más que mi presencia. Sentía tensión en mi cuerpo, sobre todo en la espalda y ambos brazos. A , me enseñó que cuando me piden que no me retire, debo permanecer ahí, aún si tengo que diferir otras actividades que en ese momento son menos relevantes. Desafortunadamente me ausenté por algunos minutos y su estado de salud empeoró. Ya no volví a verlo consciente. Minutos después falleció frente a su tía y a mí. Ella estaba muy afectada por el fallecimiento de su sobrino y yo no pude evitar sentir cierta culpa. Ese día recuerdo que terminé agotada y la tristeza me acompañó por un par de semanas.
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